lunes, 16 de agosto de 2010

Veranos manchegos


Los recuerdos tienen un olor cuando cierras los ojos e intentas atraparlos con la mente para que no se vayan volando.. Pero también huelen cuando vuelves a sentir ese aroma en el presente, que te hace retroceder a ese recuerdo casi sin esfuerzo.

Hoy he experimentado ese viaje sin esfuerzo. Primero ha sido un estruendo atronador, el cielo estaba enfurecido y necesitaba descargar su furia en la tierra. No he podido ver ese relámpago que me ha estremecido... Pero no ha hecho falta: ha sido la primera parada de ese viaje y lo he vuelto a vivir. Hoy he vuelto a tener cuatro, cinco, seis... y así, hasta 12 años. Cada verano llovía por lo menos una vez en mis veranos madrileños. Era una fiesta de la naturaleza, con un orden concertado: el estruendo, el atardecer que se volvía casi azul, el horizonte donde jugaba a adivinar si descargaría la nube sus lágrimas, las hormigas, que huían despavoridas hacia ninguna parte... Y la tierra, que volvía a curar las heridas provocadas por la sequedad, y que me regalaba ese olor a tierra, a Madrid, a mis veranos.


A través de ese olor, he vuelto a Ciudad Real. He recorrido las calles buscando alguna de esas grietas, de esas hormigas asustadas... Pocos jardines para observarlo en un paseo rutinario, en el que iba más ocupada en mis pensamientos y en la sombra de ese viaje de recuerdos, que de mi propio entorno. Yese olor, que no se va. Y esa nostalgia, que se apodera de mí. Esa melancolía, que no sabe si quedarse mucho rato. Ese cielo, que se va tornando oscuro, y que a pesar de todo, lucha por dejarme ver una estrella, sólo.

He vivido toda mi vida en el norte, la brisa marina ha sido lo que siempre me ha recordado estar en casa y en el paraíso... Pero creo que amo la mancha desde siempre y sólo en ratos como este, cuando recuerdo el olor de la tierra mojada y deseo tirarme en un jardín rociado para charlar con un amigo, sólo en esos momentos, descubro por qué vine para u
nos meses y ya va para casi tres años los que llevo viviendo en estas tierras que creía lejanas y profundas.

Cuando era pequeña, me imaginaba siendo mayor y disfrutar esos momentos de soledad con la naturaleza, sin que nadie me recordara que era pequeña para estar tan tarde sin dormir, sin alguien que me cerrara las ventanas mientras dormía, las que me impedían seguir oliendo... Me lo imaginaba, y sin darme cuenta, ha llegado.

Por la ventana de mi buhardilla puedo ver cómo llueve sin mojarme, como las estrellas están colgadas del cielo para que yo las vea, como entra el olor a tierra por la ventana sin que nadie me la cierre... Ahora puedo disfrutar de todo ello sin límites... bajaré al parque, me impregnaré de ese olor para viajar otra vez al lugar donde los recuerdos descansan y nos descubren melancolías pasadas y sentimientos encontrados.



1 comentario:

  1. "Menuda se va a liar, con el bochorno que hace va a caer una buena". Recuerdo como mi abuelo decía esa frase con gesto torcido cada vez que empezaba a percibirse ese olor a tormenta tan característico. Sentado en la terraza de su piso de una ciudad dormitorio de Madrid, como cada tarde buscaba alivio en la sombra que le proporcionaba su toldo y en la poca brisa que corría en ese segundo piso. Eran tiempos en los que tener aire acondicionadoera un lujo sólo al alcance de los mas ricos, y los veranos se pasaban de otra manera, sin camiseta y tirado en el suelo que era donde se estaba mas fresquito. De repente, se oía un trueno y el cielo se caía sobre la tierra. El abuelo recogía el toldo para que no se mojase, decia él, pero en realidad lo hacía para poder disfrutar de ese espectáculo en todo su esplendor. Sin embargo, el gesto torcido seguía presente en su rostro, como si le molestara que lloviera del mismo modo que antes le molestaba que hiciera calor. Una vez recogido el toldo se sentaba en su silla y sin decir nada dejaba que las gotas de lluvia le refrescaran, hasta que llegaba un punto en el que estaba calado y se metía en la casa para poder seguir admirando la tormenta. Y sonreía.

    De ahí saltamos a los veranos en el pueblo, donde no habia ley y los niños eran tan salvajes como los animales, por lo que la tormenta te podía pillar en cualquier parte (las tormentas nunca llegan, siempre te pillan). Jugando con los amigos en el campo de futbol, en el patio de casa jugando a las chapas, en medio del campo paseando con los perros, o en la piscina municipal haciendo el ganso. De hecho, si me pillaba en la piscina, a mi me gustaba bastante ponerme en medio del cesped mirando al cielo y con la boca abierta. Hasta que un relámpago te hacia encoger los hombros y recordabas las historias que contaban los viejos sobre hombres a los que mató un rayo, o veías el típico arbol que hay en todas las piscinas, que fue alcanzado por un rayo hace algunos veranos y está medio seco con sólo una rama con cuatro brotes verdes.

    Con el tiempo, los dias de tormenta empiezan a pillarte en el trabajo, sea cual sea. Pero siempre que empiezo a oir caer las primeras gotas, busco una ventana para poder mirar, y si es posible incluso abrirla para sentir el olor, y ya en un arranque de valentía sacar el brazo para notar las gotas sobre mi piel. Y si estoy en casa, disfrutar de la lluvia tumbado en la cama mirando por la ventana abuhardillada del techo ( aunque si me pilla durmiendo es un rollo porque me tengo que levantar deprisa a cerrarla). Y tormenta a tormenta van pasando los años, pero algo mágico tendrán porque dejan huella en nuestra memoria, y la imagen de mi abuelo sonriéndole a la lluvia me hace pensar que siempre será asi, que siempre se parará el tiempo con cada tormenta de verano.

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